miércoles, 13 de junio de 2012

El síndrome de Taxi Driver



Ese día me levanté agitado y cansado. El insomnio había paseado por mi mente dejándola huérfana de ideas, había exterminado mis proyectos, mis ilusiones. La nada se había apoderado de mí dejándome una resaca de tribulaciones.
Ese día tuve la sensación de que mi mujer no me aceptaba. Que me despreciaba. Que le incomodaba mi presencia.
Los políticos aparecían en el periódico ese día como  maleantes de Harlem. Las famosas eran la representación actual de las prostitutas de la calle 177 y cualquier oficinista era según mi mente tristemente obsesiva, un idiota al que un negro le ponía los cuernos.
Ese día, un cliente que llegó a la oficina con su hija era la manifestación temporal de un proxeneta que explotaba a una niña de doce años, provocando que mi furia muda paralice mis intestinos.
Salí a la calle. Me quedé mirando el escaparate de una armería como si fuera un niño en una tienda de caramelos; había allí kits completos de limpieza para un país que acariciaba la ruina económica y moral. Y yo (pensaba) era el único que tendría la capacidad para exterminar toda la mierda que desafiaba las pupilas de la gente de bien.
Ese día regresé a casa y me piré en el espejo mientras escudriñaba mi cara. Simulaba hablarle a “uno de ellos”:
- You’re talking to me?...
Encendí el televisor con ganas de deslizarlo con el pie hasta que caiga y eche humo matando a todos los circuitos y quemando vivos a los tertulianos que llenaban de neologismos huecos el análisis de los políticos vacíos de ideas.
Eran las diez de la noche.
Esa noche llamó mi hijo desde Londres.
Presentí que se sentía solo y necesitado de una voz de aliento. Y yo, era el padre.
Esa noche me encontré nuevamente con mi rumbo. Por fin, mi vida tenía otra vez sentido.